Camino por la calle, hoy es un día lluvioso, gris, esta mañana el ruido de las gotas me ha despertado, es como un concierto, cada gota al caer emite un sonido diferente, los platillos caen sobre la barandilla, los violines sobre los charcos, la tuba sobre el vierteaguas, de fondo el discurrir del agua por alguna cañería le da un fondo coral de varios instrumentos, es una amalgama de sensaciones, la humedad se siente por los resquicios de las ventanas, la luz no refracta en su paso por las lamas de la persiana, no destaca el polvo ni genera sombras, todo es más amortiguado, más llano.
Me encantan estos días de lluvia, pero disfruto realmente con los días de lluvia de verano, el monte brota verde, el día es largo, la luz homogénea, me trae recuerdos de la infancia cuando Bilbao era una garantía, lo normal: sirimiri, calabobos dicen también. Esa lluvia fina pero constante. Y los charcos. Un continuo saltar de charco en charco, como quien pisa sólo baldosas de una sola figura o color. Con el paso de los años uno busca inconscientemente mantener ese vínculo con la infancia, hoy procuro no pisar charcos, no pretendo me tilden de perturbado, pero como manifestación encubierta del niño trasto que queda en mí, no dejo charco sin cabeza en mi conducir al trabajo, siempre cerca del arcén, como con disimulo no puedo evitar mover ligeramente el volante para que mis neumáticos generen una cortina de agua mayor, la sonrisa emerge de mi cara, a veces el toque leve se convierte en un giro más evidente porque la presa hace honor a varias de sus acepciones. Satisfacción, gozo, no lo sé, placer básico, infantil.
Los veranos en Bilbao … si salía buen tiempo por la mañana todo el mundo corría a la playa porque todos sabíamos que no podía durar mucho. Es el clásico instinto no precisamente conservador, más bien hedonista, guardar: malo, fidelidad: peor. Quizás por eso existe una tradición en el Norte, que consiste en pasar las vacaciones: en el Sur. Porque el clima no nos da la oportunidad de ser hedonistas. Las relaciones, tampoco.
En mi caminar sigo evadiéndome, paseo por la Gran Vía y comienzo a fijarme en los portales y en sus puertas, algunos portales de oficinas con su aluminio cobre y cristales siliconados. En su interior, acorde a su entrada, un portero embutido en un buzo azul pasa la fregona para evitar resbalones mientras apresurada entra una mujer que por su trote no parece precisamente alta dirección. Da la sensación de que cada puerta imprime un carácter a la gente que por ella transita. Puerta humilde, portal de curritos.
Continúo buscando el espacio abierto, decido cambiar de acera, como una planta que teme marchitarse, me gusta, a cabeza descubierta, sentir el agua resbalar por mi cara y ver cómo discurre a lo largo de mi chamarra de cuero en su camino hacia el suelo.
Observo ahora una puerta de madera con labrados señoriales, cada hoja con un frontis en relieve a imagen del Partenón, las manillas doradas, rematando un arco de medio punto acristalado, una fachada que la engulle en piedra y unos capiteles que soportan un pudiente balcón con una barandilla labrada en arenisca que, por su altura, parece diseñada para los habitantes de la Comarca —con tendencias suicidas—. Por esta puerta es imposible imaginar a nadie correr, ninguna gabardina empapada ni deportivas; probable Armani y camisa azul celeste, las gotas de agua huyen despavoridas y configuran un halo a su alrededor. Dios o Diablo; currito fijo no.
Los portales imprimen un carácter, tienen una historia.
Sigo mi paseo y mi cabeza no puede evitar evadirse. Mi vida es una sucesión de puertas. Puertas que se abren a mi paso, cada puerta es una decisión, un nuevo camino, es como las ramas de un árbol, siempre hacia adelante, hacia arriba, hasta el final, sin vuelta atrás. Podemos tener una larga y exitosa vida y acabar en la copa o tener una plana, gruesa y flácida existencia.
No sé en qué momento ha dejado de llover, no veo aceras, no veo piedra ni aluminio, no veo Hobbits, ni carreras. Paseo ahora por una playa, no es una playa del norte, la costa es demasiado accidentada, es una playa sin horizonte, es una playa de arena blanca, no, no es la arena, es la luz que en ella refracta, deslumbra, te obliga a cerrar los ojos, no, no es la luz, es el mar, es un cristal, es un espejo oceánico que empuja toda la luz sobre un trillón de diminutos cristales de cuarzo que ciegan y pintan mi cerebro de azul y blanco. Es un azul y blanco que desprende alegría, es vida, es un chute de energía, es un oasis en el desierto, una bandera blanca en el fragor de la batalla, una distorsión en el espacio-tiempo, no hay espacio, no corre el tiempo, siento el aire que acaricia mi piel, tibio, no pienso, sólo siento, mi pensamiento se funde con el entorno, son todo uno en comunión, me he convertido en parte del cuadro, ya no miro desde fuera, no visito un museo, soy parte de la obra.
La primera vez que descubrí Cádiz, me recibió en el momento más duro de mi vida, me acogió en sus playas, rodeado de amigos y mis hijos. Una batalla no, una guerra en toda regla, desierto no, el puto planeta rojo. Una distorsión tampoco. Una injusticia: que te aparten con mentiras de lo que más quieres.
Cádiz, amigos y mis hijos, no puedo evitar emocionarme cada vez que lo recuerdo, emoción porque hubo justicia, porque soy consciente de que hubo más suerte que justicia, porque la justicia no existe, porque si volar hubiera sido necesario, me hubieran crecido alas, si vivir sin respirar, raíces hubiera arraigado y si calor necesitaren, el sol hubiera arrastrado. Si morir de amor, de extinto amor el Universo hubiera llenado. Porque la justicia no existe, como la suerte: se busca, se lucha.
Porque siempre he tenido buenos amigos, porque todos estuvieron allí, algunos para acompañarme, otros para hacer del viaje un entretenimiento, algunos en la sombra, otros para declarar. Todos para hacer justicia. Porque los amigos ayudan cuando se necesita, porque cuando un amigo ayuda, es a cambio de nada.
Fundido con el entorno sigo caminando por esta playa de fina arena, rodeado por el universo de mis pensamientos y protegido del levante a mi izquierda por unas dunas de arena jalonadas por brezos y cardos. A unos metros delante de mí, retorcido, se presenta el tronco de un atormentado árbol, parece un olivo que el mar haya devuelto, un olivo huérfano de olivar, estampa surreal, objeto desubicado, como los bunkers del Capbreton, no sólo incompatibles con el entorno, grotescos, desequilibrados, como sacados de una peli de ciencia ficción, estampa resultado de un desastre o apocalíptica batalla a la que uno asiste ajeno pero inquieto por la dimensión de lo que haya acaecido.
Si. Es un tronco, que forma un arco, una puerta que mira al Estrecho, a ratos gótico, a ratos barroco, gaudiano.
Me acerco al mismo, para percibir de cerca su belleza y busco una estampa para retratar con mi móvil, un contraluz con el sol de la bahía de Cádiz asomando entre sus brazos. Me arrodillo, busco un equilibrio en el marco de mi pantalla con el azul que hace de fondo de lienzo y la fuga de luz que irradia un aura arbórea al olivo, enfoco para definir mejor el disco solar y sin embargo continuamente se inmiscuye un púlsar, no es realmente un pulso de luz, es un barrido, de derecha a izquierda, intermitente, retiro la mirada del visor y el sol me ciega de nuevo, vuelvo al visor y de nuevo el pulso genera en mí una distorsión, de nuevo el Capbreton, de nuevo algo fuera de lugar, algo que despierta mi curiosidad, que me atrae, como un anzuelo etéreo que succiona y arrastra mi ser.
Saco la foto, deslumbrado todavía, no encuentro rastro del púlsar, sin embargo, continúo mi paseo satisfecho con la estampa resultado. El sol comienza a acelerar su tránsito por el firmamento y con él las personas que me cruzo, las olas se aceleran, el viento levanta la arena, como la onda expansiva de una bomba nuclear, todo a una velocidad superior, como si la vida entrase en modo fast-forward, atravieso las playas: La Mangueta, Sajorami y La Aceitera en segundos, mientras el sol se pone a velocidad de vértigo y escucho el eco de la ovación, el himno a la contemplación, la admiración del ocaso, conciencia de vitalidad y preludio de la noche estival, seducción, pasión, liberación de instintos: tribales, primitivos, pueriles tal vez, bendita vuelta a la niñez.
La noche me alcanza y me encuentro frente al Faro de Trafalgar, de nuevo todo vuelve a la normalidad, como si alguien hubiera dado al pause de nuevo y el púlsar, ahora sí en primer plano, protagonista el imponente chorro de luz del faro que cruza la noche de la Costa de la Luz, difumina por segundos el cielo estrellado y pinta de blanco la oscuridad, hace de las estrellas la estela que acompaña al spray de un inmenso grafiti. Probablemente Víctor Ash hubiera usado el blanco inmaculado de la torre para dibujar una mano gigante que dispersare pintura hacia los galeones ingleses borrando de la historia un episodio que nos dejó una impronta de colonia de tumbonas ocupadas al alba.
Ahora ya sé del origen del púlsar, pero no puede ser Trafalgar, el barrido provenía del otro lado del mar, oteo el horizonte pero no observo foco alguno, tampoco tiene sentido un faro durante el día, retorno sobre mis pasos de vuelta a casa.
La brisa cede y reposa, recorro a la inversa la música de los chiringuitos que muta de reggae a reguetón, dance y flamenco finalmente, sin darme cuenta eludo el desvío a nuestra casa y me abandono a este último son ralentizando mi paso, hundiendo lentamente los pies en la arena, impregnándome de puro mindfulness gaditano, dejo poco a poco atrás La Palapa, su guitarra andaluza, sus acordes y lamentos de alegría y de nuevo sin darme cuenta camino por la playa de la Mangueta ahora bañada por la luz de la luna llena.
Al fondo en la penumbra se vislumbra otra vez el olivo y su arco, de nuevo tengo la sensación de que una fuerza, un hilo conductor guían mis pasos, como un instinto voyeur, como aspirar el aroma del vino en una copa, como las curvas y la piel desnuda de una mujer, llego de nuevo al olivo. Miro a través de la bóveda que forma con cielo estrellado y oteo el horizonte en busca de una luz otra que la luna; otra que su reflejo tintineante sobre el mar.
Me siento sobre la arena, ahora húmeda, no hay púlsar, no hay faro, no hay grafiti, no veo siquiera en la orilla una niña con su melena al viento con un cordel a la luna unida, no toca Banksy, tampoco Víctor... una idea me asalta, saco mi móvil y encuadro el olivo, su arco se convierte en el marco de una puerta de madera parcialmente enterrada en la arena, la luna asoma por su esquina superior derecha y ahí justo encima de la línea de horizonte aparece de nuevo mi púlsar, como un corazón que palpita, un haz que barre la noche e ilumina la arena que atraviesa el vano de la puerta, un haz que me atrae como los rayos tractores de la Enterprise, me siento como un inminente vulcaniano en cósmica abducción.
Y me dejo llevar.
Apago el móvil, cierro los ojos y atravieso la puerta, noto mis pies húmedos y ahora mojados. Avanzo, pero al contrario de lo esperado el agua no sube más allá de mis rodillas y al rato comienza sin embargo a descender. Tengo miedo y a la vez curiosidad de abrir los ojos. Poco a poco percibo claridad, el agua abandona mis tobillos, el fondo arenoso ahora roca pulida y redondeada.
Abro finalmente los ojos. Amanece. Pero el sol no está en su sitio, no sale por levante sino poniente, el aire es más cálido, a mi frente se levanta un pequeño acantilado todavía en penumbra y dominando se yergue mi púlsar, un faro.
Entre las rocas me sorprende una sombra que se mueve por ellas como un felino, parece me haya estado observando y se da a la fuga, da la sensación que le acompaña una estela. En su huida acantilado arriba, la luz del amanecer descubre la estela es una blanca túnica y el felino, un cuerpo de mujer que ágil corre y salta de roca en roca con el pelo que azabache baila y contrasta al mismo son que su estela.
Como un puzle al que le falta una pieza sé que esa mujer esconde lo que da sentido a este rompecabezas. Avanzo torpe y lejos de darle alcance. El alba deslumbra, refleja ahora los blancos muros de éste, mi faro, no es un faro al uso, forma parte de un edificio de corte arabesco, altos muros y una torre con el lucernario por almena, rodeado de palmeras y arena. Vuelvo la vista atrás y en la playa queda mi desvencijada puerta, semienterrada, como la ciudad enterrada de Kolmanskop.
Alcanzo el pie del muro y frente a mí surge el desierto con todavía el reflejo en el manto de nubes de una ciudad al fondo. Podría ser Tánger, no tengo claro si es un sueño o realidad, no sé si es la ciudad de antaño o la actual, me pierdo en sensaciones y cierro los ojos de nuevo.
Percibo leves notas a jazmín y azahar, resuenan en mi oído ecos de mezquita, un alminar me invita al recogimiento y oración, el tintineo a lo lejos de las vasijas en un zoco y los apresurados pasos de babuchas impregnan el aire seco del desierto que inunda mis pulmones de efluvios a especias y cuero curtido… olores, matices, constato sensaciones que emanan de mi biblioteca de representaciones y estampas; realidades hasta ahora nunca contrastadas. Es curioso, no tengo claro si constato África o la deduzco; si tengo claro que como quien abre un libro nuevo, como la avidez de conocimiento de un niño, como un nuevo amor, mudo de zombi inerte a yonqui desaforado con lo que África depara.
Abro los ojos, ya no quiero volver a cerrarlos, por un momento dudo, al fondo Tánger, a mi derecha el desierto y a mi izquierda el muro que rodea el faro, no busco Tánger, ni desierto, ni faro, busco una túnica, curva, ondulada y sensual que al paso dobla una puerta y acelera su deslizar desapareciendo tras la misma. Me dirijo ahora con paso firme como una prolongación de la estela mientras elevo mirada hacia el lucernario de este faro.
11 de noviembre de 1860, la mar ruge, la oscuridad de la noche y el viento atenazan al vigía de la corbeta, el vapor escapa de la chimenea a toda velocidad y se diluye entre la lluvia y el viento huracanado del Estrecho. Las olas sobrepasan la borda y como montañas impiden cualquier referencia con tierra. El motor se ve sobrepasado por la fuerza de los elementos, a ratos toma el control, a ratos el barco va a la deriva. Las fuertes corrientes hacen indomable el itinerario que zigzaguea sin rumbo fijo.
Esta indestructible corbeta de guerra con casco de hierro y casi 150 marinos surca las olas como un río discurre entre montañas. El vigía —sabedor de su responsabilidad— otea entre las olas cualquier vestigio de tierra, luz de poblado, o la cercana Tánger. Cualquier problema que surja no tendrá solución durante muchas millas marinas, en esta ruta no hay puertos donde recalar ni faros que nos guíen.
Las luces de haberlas además con cautela deben ser tenidas, pues el pillaje y el naufragio asistido por piratas de tierra, aunque perseguido, todavía sigue vigente en las costas de África.
Solitario en su palo de 100 pies, tan alto como 3 edificios, palo que a la entrada en Puerto dota al vigía de estatus señorial, altivo y altanero tan sólo sobrepasado por las Catedrales de mar, dominando y domeñando orgulloso a la multitud que la altura convierte en plebe. Ahora el vigía sin embargo es dominado y domeñado por las olas que barren el palo y a ratos hacen desaparecer la borda de su vista, haciendo de esos instantes una insoportable soledad. 100 pies de pura desesperación e imploración por ver emerger de nuevo el casco.
João Douro se aferra al palo con fuerza, tanta como al retrato de su amada Isabela: su amada en tierra. Amada ahora en cantina. Ajena: a licor, humo y tabaco.
El amor y la distancia. Es una línea frágil, una línea de 1.000 millas, en un extremo se anestesia, en el otro se exacerba. Una frivolidad de la naturaleza.
Un golpe de viento huracanado casi desarbola al vigía que con lágrimas en sus ojos evoca a su musa a la que ase por las caderas en redondo baile, la pista y el público les admiran y rodean.
Al otro lado del océano Isabela, también se aferra. Ésta, a un cabecero de cobre. Bajo la luz del ocaso que las lamas entreveran su joven cuerpo caoba brilla y reluce, sus tobillos temblorosos a tres palmos en el aire y entre sus piernas un joven mulato la embiste con fuerza mientras ella gime y goza al ritmo metálico que marca el vigor del atardecer.
Lo primero la oportunidad, lo siguiente la voluntad. El resto qué más da: despecho, pasión, soledad … sin oportunidad, sin un camino no hay destino.
El casco se retuerce, cruje, gime y grita como si a la entrada del purgatorio se escuchara el bullicio del cercano infierno y todas sus descompuestas almas en pena que jalean y animan la entrada al mismo.
Castigado por el envite de las olas, entre todas ellas aparece y surge de la nada una: gigante, azabache y oscura, sin cresta ni espuma, tan sólo un negro crespón preludio de un violento estallido que revela que la naturaleza de su sombra es sólida, afilada, es la costa, la costa de la muerte, el barco resquebraja su casco contra el mismo Cabo Espartel, el barco rueda por su borda, gira y voltea sus 24 oficiales y 100 almas contra el fondo del mar, contra las rocas, contra el ahora empapado catre mientras el agua invade los camarotes a borbotones … los candiles se apagan, las referencias se pierden, el agua del Estrecho en esta época es heladora y pasa a cuchillo en su avance por los pasillos de popa a proa a todo marino que desorientado se topa con ella.
Una nueva ola gigante golpea el casco, rompe mamparos y escotillas y con furia hace saltar por los aires a los pocos infantes que gatean por la borda con una mano al frente buscando un cabo al que asirse. Un camino entre la tarima ahora resquebrajada, una salvación hacia los botes, una desesperada huida a ninguna parte, el barco se desintegra y a su alrededor no hay amparo otro que el infierno.
Una tercera ola finalmente desprende a João del palo mayor y le hace volar en la oscuridad, en su mente Isabela y los brazos abiertos de las frías aguas del Estrecho, en su destino sin embargo una mole de roca de aristas y puñales. João exhala su último aliento bañado por las olas. Isabela lo hace entre jadeos, sudor y un cuerpo extenuado.
Siete de la mañana, alguien aporrea el portón del palacio del Sultán Mohammed IV ben Abderrahman, el alba mortecina se filtra por las celosías de las ventanas de arco lobulado, los lacayos a duras penas lúcidos corren para evitar despertar al Sultán, sin embargo, el imprudente continúa golpeando la puerta sabedor de que puede ser reo del látigo en pública flagelación.
Mohammed IV ben Abderrahman —para los amigos: Mohamma— es un hombre de tez oscura, con cuidada barba, ojos oscuros y párpados tatuados, de mirada escrutadora, de esas que cuando uno se siente observado cuida sus pensamientos, sabedor de poder ser leídos.
Con un lunar bajo su ojo derecho y la piel curtida por el viento del desierto. Apuesto y delgado pero felino. Impone respeto y genera incertidumbre al adversario. Un maestro con la cimitarra, a sus 57 años todavía genera admiración y deseo cuando pasea con su harén y su guardia por los jardines próximos al zoco.
Dicen de él noble, como uno más en el frente en las recientes batallas de Tetuán y Wad-Ras contra las tropas de O'Donnel. Bravo y guerrero, pero a la vez humano cuando viendo el número de bajas de su bando asegura pública rendición enviando, no a un emisario, sino a su propio hermano, Muley el-Abbás, para garantizar la liberación de los prisioneros.
Fruto de aquella rendición los límites de Melilla quedaron ampliados al alcance de “El caminante”, el temido cañón de a 24 que sin el tornillo de puntería —lo que permitió 21º de elevación— llevó los nuevos lindes a 2,9 km del mismo. Con el metal fundido de sus cañones incautados su imperialista enemigo moldeó 2 leones de bronce, éstos sin carro ni Cibeles.
Adormecido el sultán se yergue, pero un brazo por el hombro le tumba de nuevo y con un volteo de su cuerpo se echa sobre él cara a cara presionando su pelvis desnuda contra su velloso abdomen. Su concubina es una europea de ojos azules y pelo dorado, un capricho del sultán del mercado de esclavos de Agadir, abandonada y huérfana, pronto su belleza y turgencia le hicieron objeto de puja y deseo en los mercados donde su precio superó el de los palacetes de los califas y los rebaños de los señores bereberes. Desde el momento en que en una cena palaciega el Sultán pusiera sus ojos sobre ella, el noble para el que ejercía de esclava supo que la había perdido.
Nadia junta brevemente sus húmedos labios con los del sultán y apoya sus brazos a ambos lados del cuello de su amado estirando los mismos mientras su cuerpo repta hacia atrás hasta encajar sus caderas comenzando a moverse fijando su mirada con la de su rey. Nadia siente cómo acoge y se llena y comienza a expirar profundamente a cada vaivén mientras las manos del sultán aprietan y controlan más allá de su espalda. A la vez unos dedos sedosos, salados y mojados pasan por los labios del sultán. No son los de Nadia, el sultán mira a su derecha y se encuentra con Talía que desnuda y encogida observa la escena embriagada acariciándose con su mano derecha entre sus piernas, retira la mano de los labios del sultán y se la lleva a la boca y de ahí poco a poco hacia su bajo abdomen manteniendo fijamente la mirada hacia el sultán. Buscando su atención, excitación y aprobación cambia de mano comenzando a acariciarse, esta vez con su mano izquierda y en un bello gesto corporal, donde comienza a perder el control, gira sobre sí quedando boca abajo con la perfecta curva que forma su espalda, interrumpida en el camino a sus piernas por una fruta de arco hendido que se relaja y aboveda según su mano se mueve en la oscuridad que el contraluz de la celosía dibuja.
Talía con su oscura melena y su frente y rostro hundido en el colchón, esta vez lleva su mano derecha a los labios del sultán quien los engulle y muerde con anhelo mientras Nadia comienza a gemir excitada por la escena y el movimiento que ya acompasa el sultán. Talía retira su mano y recoge su brazo reposando su cara en el interior del codo y comienza a oscilar su cuerpo tumbado ofreciendo su bello arco a Nadia que ya no mira al sultán al que intuye poco tiempo por la fuerza con la que sus manos —ahora garras— laceran sus glúteos, así que acelera su vientre y caderas mientras escucha cómo el sultán exhala con mayor vigor y su tronco superior se levanta buscando su boca a cuyos labios se funde hundiendo la lengua en su interior. El sultán finalmente expele y el vigor le abandona retirándose a un lado mientras Nadia se abalanza entre las piernas de Talía ansiosa de consumar placer ajeno.
Entre tanto los golpes reaparecen esta vez más cerca en el pasillo del patio aledaño al dormitorio real y el sultán se levanta sonriendo y mirando de reojo la sonora maraña de extremidades que a sus espaldas deja en la cama pensando en que de algo serio se debe tratar para que alguien ose invadir la tranquilidad de Palacio.
Y así ocurre, no es un lacayo ni un emisario, es su propio hermano que da cuenta del naufragio del buque de guerra brasileño Isabel la pasada noche en los acantilados del cabo Espartel. Y ya son 2 grandes naufragios en poco tiempo. El 18 de abril de 1852 el navío británico Calpe había zozobrado igualmente en las proximidades de Espartel dejando un balance inasumible de muertos.
La presión consular de los diferentes países con intereses en esta zona del estrecho comenzaba a ser insoportable; en un reino aún sin cohesión y fácil pasto de luchas entre linajes y tribus. Continuamente pretendido por potencias extranjeras que sin disimulo alguno escenificaban en Tánger —ciudad colonial— su ensayo de campo de batalla en miniatura.
Sin datos aún fiables y camino a las caballerizas por la galería que rodea el patio el sultán se cruza con Badra, su primera y durante años preferida, a la que Muhammad sigue considerando su más leal y fiel esposa y que con cariño besa en la mejilla. Ella le sonríe con amor y gratitud desde sus ojos verdes que se apagaron 3 años ha.
Todo comenzó con la llegada de Nadia. En seguida surgió la rivalidad por dar al sultán un primogénito que prolongara el linaje real. Nadia la novedad. Su exotismo y un apetito sexual desaforado en seguida relegó a Badra del lecho real. Pasaban los años y Nadia no era capaz de quedarse encinta y el sultán temeroso de agotar su estirpe volvió a acoger en sus aposentos a Badra, lo que volvió loca de celos a Nadia.
Badra con el tiempo engendró un precioso bebé: Amira —Princesa—, de ojos verdes, luminosos no: retroiluminados. Siendo un bebé recién nacido había heredado la mirada de su padre, tenía un porte real innato.
Tras un parto complejo, las concubinas y esposas quedaron atendiendo a Badra mientras Nadia se hizo cargo de la niña a la que llevó a estancia aparte y en su demente soledad la asfixió: indolente, fría como el hielo en que su ascendencia fue forjada, entre nieve, fiordos y glaciares; donde los recién nacidos eran presa de perros hambrientos para divertimento de sus hombres, desalmados y temidos vikingos.
Volvió sobre sus pasos gritando, rea de un forzado llanto, con la reina entre sus brazos desfalleció teatralmente en presencia de su rey y extenuada esposa.
El rey cogió a la Reina en su regazo y la abrazó con ternura, mirando a esos ojos ahora vidriosos sin vida, a través de ellos en un segundo la vio crecer y cabalgar juntos a galope por la playa de Achakkar, jugar y reír por los jardines Mendubia, casarse con un señor Bereber, hacerle abuelo y sonreírle con cariño en su lecho de muerte. Le invadió una tristeza infinita, como un puñal que penetra un torso, en segundos su cuerpo reaccionó, el fuego le invadía, una colada de lava bajaba por su tráquea, como un mar enfurecido invadía su estómago, licuando cuanto a su paso encontraba, transmitiendo el dolor por cada una de sus fibras nerviosas, una ácida y corrosiva descarga que llegaba a sus extremidades, un desamparo y soledad repentinos del alma, como la soledad de un navegante espacial que de vuelta ya no encuentra su planeta. Preso de esta infinita tristeza entregó a la Reina a una de las nodrizas y le dio orden de deshacerse de su cadáver.
Fariha, la joven nodriza real, cogió a la Reina en sus brazos y salió por la galería cantando una nana y palmeando al bebé como si aún estuviera vivo, arrullando y acariciándola. En su fuero interno —como muchos que conocían las inquinas de palacio— intuía lo que podía haber ocurrido con Amira y su madrastra Nadia. Las desavenencias entre esposas traspasaban los muros de Palacio, la lucha por el poder, el lujo y una vida disipada bajo la protección y el trato de favor de su majestad … y en el asesinato siempre concurre alguna de las siguientes: riqueza, pasión o locura.
Nadia reunía las tres.
Rodeada de los naranjos y azahares de los jardines del sultán Fariha siguió su camino hacia la medina. El cercano bullicio de la urbe y la tristeza le mantenían absorta, pensando qué hacer con la Reina, según se cruzaba con hombres y mujeres, algunas se acercaban y le sonreían mirando al bebé que entre sus brazos seguía arrullando. Había una realidad discordante dentro de toda la locura, algo tenía de surrealista, el cariño y alegría que le circundaban no tenía correlación con la tragedia sucedida, tuvo un pálpito, un vuelco al corazón, descubrió el apenas visible rostro de la reina entre los paños de seda que cabeceaba buscando su pecho, sus ojos de nuevo un estallido de vida, un vergel verdoso en contraste con su tez arenosa, una belleza sólo digna de una Reina.
Buscó un lugar recogido y sacó su pecho para amamantar a Amira dando gracias a Alá por haberla resucitado. Fariha tuvo que pensar rápido, devolver a la Reina a palacio sería tarde o temprano una sentencia de muerte. Quedarse con ella igualmente le pondría en el punto de mira —pronto alguna de las esposas engendraría un vástago— y en su condición de nodriza real pondría en riesgo no sólo a la reina sino a toda su familia.
Una vez Amira, ya amamantada, quedó plácidamente dormida, se levantó y con el bebé en brazos, pensó que sería más seguro para la Reina un sitio fuera de la Medina. Se acordó de un matrimonio que vivía en una humilde casa de pescadores en la Playa de Sol. Bellas y amables personas, siempre cariñosos con sus hijos.
Allí llegó Fariha y a su puerta dejó a su Reina aquel tibio 11 de octubre.
… Y sigo su estela …
Abre el muro de este faro un portal con arco ojival de herradura de unos 4 metros de altura y una humilde visera de tejas decoloradas por el salitre, unas puertas de madera, entreabiertas, dejan pasar la luz de su interior, me acerco al arco y no puedo evitar sentirme empequeñecido por el mismo e imaginar al gigante Hércules sosteniendo la bóveda, con su cuerpo poderoso y fibrado, verde como su Ceutí representación, curtido por el sol de África, labrado en el campo de batalla y no en un gimnasio de CrossFit, el verde, todo lo que rodea y envuelve este portal rezuma foresta, musgo, pantano, nenúfares, me siento el príncipe Barin en Arboria, no entiendo el porqué de este repentino filtro monocromático.
Cruzo el marco de la puerta y entro a un porche cerrado con baldosas florales recubriendo las paredes, unos marcos y puertas de forja con finos y pequeños detalles arabescos, oro dorado, que brillan, engrandecen y alumbran con su reflejo los suelos, granito pulido, junto a 2 réplicas de la torre del faro que jalonan la entrada, un cáliz gigante y unos faroles granadinos con varias coronas de supernova por lúmenes que recorren e iluminan los pasillos. En un instante he salido de Arboria y estoy en tierra de Flash, pero yo sigo buscando a la princesa Aura, a la Dale Arden de esta peli.
Como una acera con relieve o un libro en braille sigo sus pasos que a ciegas y noche cerrada podría intuir por la estela que a su paso deja esa estampa de túnica y seda. Sin embargo, sin penumbra, pero la vista anulada, deslumbrado ahora por los brillos y áureos reflejos, dejo la intuición sea mi timón y me acerco a una puerta en la que figura una borrosa leyenda: Amira, reina de náufragos.
Y la cruzo.
Ante mí se abre una estancia gigante, nada concuerda con el exterior, es como la planta de una catedral, no es sin embargo diáfana, es un bosque, de nuevo Arboria, de nuevo el verde dominante, poblado de columnas de mármol blanco, inmensas, harían pequeña las de la Sagrada Familia, la vista no alcanza techo ni cielo, se funde entre arcos y faldones gigantes verde jade que caen, rodean, cruzan y entrecruzan como lianas entre pilares. El verde reverbera, es niebla y luz a la vez. Entre las columnas se fuga una túnica, ésta sí blanca inmaculada, puro contraste, que corre entre pilares, cola de cometa al viento gira, frena y acelera a su paso por estos inmaculados troncales y de nuevo se escapa con una risa.
Según la capa envuelve y desenvuelve el mármol a su paso, unas leyendas se iluminan en oro y lava, como en un sueño soy capaz de expandir el tiempo y leer la historia mientras avanzo entre columnas.
Dice la leyenda: Amira, Princesa...
Recuerdo la mano de mi padre, áspera, dura, curtida en el mar, hecha al remo de su barca, como la garra de un águila, poderosa y a la vez dueña; y dueña yo de mi padre.
Recuerdo una nube en movimiento, un remolino de alas blanco y grisáceo que del aire era succionado hacia el mar.
Recuerdo doblar al otro lado de una loma, las arrugas de mi padre, el acantilado por el que bajábamos, las rocas teñidas y moteadas, un cuadro impresionista, en cada mole una pincelada de blanco, madera y restos humanos.
Recuerdo la tristeza, llegar a pie de mar y la fratricida lucha de gaviotas entre cuerpos hinchados, desnudos, azules...
Recuerdo un cuerpo espectral sin cuencas, retorcido, deformado, fundido en un abrazo caótico, plegado y combado por la piedra. Dos cinceles peleando entre sus órbitas volando a nuestra llegada y dejando una mirada con dos puertas en tinieblas. En su mano —espada en roca—, una estampa, una mujer, un pie de foto: Isabella.
Recuerdo dos jinetes bajando por el acantilado, dos nobles cabalgando en llegar a nuestra vera, mi padre inclinando la cabeza.
Recuerdo un pescador y su hija, recuerdo dos cuencas esmeraldas, recuerdo a mi hija Amira.
Recuerdo una tragedia y un promontorio, recuerdo un ingeniero francés —Jacquet— y una determinación, demasiadas almas sobre mi conciencia.
Recuerdo una noche de 1864, un 15 de octubre, noche oscura, sin luna, pero ya no cerrada, un barrido en el firmamento, una luz y una esperanza.
Recuerdo a un farero y su hija, acercarme al majestuoso faro del Cabo Espartel un 16 de septiembre de 1873 para por última vez admirar no la luz en el firmamento sino mi lumbre al otro lado y recibir una promesa de mi Reina en la luz, Amira.
Recuerdo prometer a mi señor que cuidare de este cabo, de este mi faro, de sus navegantes y almas en tránsito.
…
Sigo su estela, esta vez más cerca, cada vez las columnas contienden más con las colas y telares, el verde y el blanco contrastan e iluminan, la reverberación en abierta confrontación contra la nitidez hace un filtro que suaviza los detalles parece estoy dentro de una acuarela, la luz gana a las sombras, Sorolla ocultando a Goya.
Alcanzo a tocar el extremo de su inmaculada capa.
Como si hubiera incurrido en algo prohibido, una guardia pretoriana se descuelga y desliza de las alturas, no son cuerpos normales, son estatuas en vida, rezuman Miguel Ángel, marfil y alabastro, desnudos, figuras de ensueño, hombres y mujeres, como zombis.
Enseguida percibo no buscan carne sino contacto carnal, no soy yo a quien pretenden, es quien se esconde bajo la túnica que ahora yace plegada en el mármol, levanto la mirada y encuentro una mujer despojada de toda ropa, con 2 faros, Malabata y Espartel, por ojos, el verde que ilumina este cuadro, Dalí deformando la realidad, Alhambra onírica. Me mira y se gira y sigue su paso, ahora lento, sensual, con su pelo negro que cuelga hasta el final de su espalda dejando ver su desnudez.
Los cuerpos, como vampiros acechan, se muestran y exhiben buscando ser el elegido o la elegida, como alfas en una manada, excitados y fuera de control, se funden entre los telares como animales en celo, las mujeres gimiendo, arqueando sus cuerpos en nítido ofrecimiento.
Amira sin duda pasea entre ellos, segura, con paso de Reina, rodea un mantón con una mujer tumbada boca arriba, que se ofrece, entregada. Amira desliza su mano abierta por sus pies, sus muslos y la llema de sus dedos entre sus piernas provocando un eco gemido que se repite y aleja entre bóvedas y pilares, sigue deslizando lenta y suavemente su mano por su abdomen y su pecho, ralentiza su marcha y pasa su dedo medio por sus labios ávidos y húmedos.
Continúa hasta llegar a una columna donde se mimetiza una criatura que abraza la piedra de espaldas preso y expuesto a ser dominado, lo que ocurre al saltar sobre él la princesa, cubriéndole entre sus piernas, ambos en movimiento salvaje, ella con sus brazos rodeando su cuello y él manteniendo sus brazos esposados, pero sin esposas, al pilar.
Como si unos aspersores de feromonas rociaran esta catedral de la lujuria, el resto de seres comienzan a jadear y gemir de excitación, el eco y la resonancia hacen de la escena una pintura homenaje a Baco y Venus. Amira suelta su brazo derecho, gira su cuerpo y echa atrás su espalda buscando alrededor otro alfa que señala entre todas las figuras a casi quince metros de distancia, éste la recorre irreal, en cinco fotogramas tomándola con fuerza por detrás, siendo balanceada entre ambas esculturas en vida, ella con un brazo en cada hombro. Finalmente, como un director de orquesta su orgasmo señalado con una sinfonía ascendente de gemidos y gritos finalmente termina, cesando al unísono el resto de miembros de la orquesta y quedando sólo el eco que se amortigua y pierde poco a poco.
Me acerco y recojo del suelo su túnica, la pongo entre sus hombros cubriendo su espalda y su cuerpo, las figuras se retiran, trepando por los telares volviendo al purgatorio del que no quieren escapar esperando a que su cielo en tierra, su Reina, vuelva darles una oportunidad.
Mientras la acompaño hacia una puerta dorada al fondo de esta nave sin fin, vuelven a iluminarse las columnas.
...
Recuerdo un barco de cuatro palos y velas gigantes henchidas en el horizonte, recuerdo a un Príncipe, joven, noble y apuesto, recuerdo una historia de amor imposible. Él destinado a casarse con una Princesa y yo, una oculta Princesa.
Recuerdo el corazón roto.
Recuerdo yo, depositaria de una promesa, recoger y acoger en este faro a todas las almas errantes del estrecho, darles cobijo y un cielo en la tierra. La esperanza de una Reina.
La Reina del Faro de Espartel, Reina de náufragos.
...
Cruzamos la puerta, el cielo estrellado del Estrecho se abre ante nosotros barrido por segundos por la explosión de luz de este lucernario que gira sobre nuestras cabezas e ilumina el horizonte. En este balcón nos sentamos y la Reina sirve sobre una mesa dos tazas de licor, las horas pasan y la botella mengua. Relata su historia, su corazón roto, su desesperanza por encontrar un nuevo príncipe.
Alcanzo mi móvil, me acerco a ella y enciendo el visor para que la Princesa pueda ver la enfrente Costa de la Luz y aparece un púlsar
En unos instantes aparece un segundo y en unos minutos, la pantalla se llena de púlsares que barren e iluminan mi desvencijado Nokia.
Apago el móvil, miro a la Reina y ésta, agradecida, sonríe con lágrimas en los ojos. Escudriño en los mismos y de nuevo un rayo tractor, un impulso me extrae de la escena, abandono esta puerta de Espartel, el verde no es Amira, es ahora más limpio, más nítido, menos esmeralda, más mezcla, miel y agua, honesto, puro, mi verde, mi amor, mi sirena, mi Diosa, mi púlsar, que apenas parpadea y languidece, en éste mi faro de Cabo Billano, ahora ya sin luz, de nuevo paseo por la Gran Vía, sigue lloviendo, pero no es agua lo que corre por mis ojos, son lágrimas, es rabia e impotencia.
Las puertas son parte de la vida, son inevitables.
La puerta de Espartel se abrió hace más de 2 años.
Las puertas son sólo puertas, lo que ocurre al otro lado, sólo lo sabe quién las cruza, nadie tiene ni puta idea, pero todos sacan conclusiones, juzgan, contaminan y se equivocan. A este lado lo deforman. Tampoco merezco la duda.
Unas dan pie a una historia de amor
Algunas a un desamor.
Y otras, sencillamente, se llevan injustamente por delante al amor de tu vida.