Me acuerdo un montón de pequeño, todo el día jugando con mi hermano Fer —Nano—, bajar por los acantilados a la playa —por el camino era de gallinas—, volar la cometa, recorrer la línea de costa y volver envueltos en galipó; recuerdo aquel día de invierno que nos animamos saltando entre rocas hasta la cala de Kantarepe y pillarnos la marea alta de vuelta, momentazo zapatos y dobladillo empapados... el entrañable tercer grado con mi madre zapatilla en mano:
—...ha sido idea de Nano
—¡no!, ha sido Edu, —¡chivato!—
—veréis cuando venga vuestro padre...
... momento en el que uno imploraba ser poseido por un reptil con caparazón y cabeza retráctil.
Añoro salir a la campa de "Las Ratas" armados con una navaja y sortear las zarzas para buscar sirones; si, se habla mucho del urogallo, el lince ibérico y del oso pirenaico pero, ¿dónde demonios han quedado los sirones?? Quizás les generamos un trauma, reflejo atávico y desde entonces huyen despavoridos. Si veis alguno, cuidado: es víbora.
Era salir a la calle y era descubrir, una continua aventura, un aprehendiemiento sin pausa. Lo desconocido atrae, genera retorno. Bueno. Lo desconocido que llena y agrada.
Han pasado muchos años y hace unos pocos que he recuperado ese espíritu infantil, en un momento en que me recomendaron aprender un poco a vivir solo, a disfrutar de la soledad, bueno, hago un inciso, francamente —estoy hasta los huevos de la psicología moderna— vivir solo es un puto coñazo, señores psicólogos, para ustedes es muy fácil porque están todo el día con gente insoportable y cuando llegan a casa es normal que quieran estar solos.
Dicho esto, dentro de ese ejercicio de vida en soledad, intenté recuperar un poco ese espíritu aventurero. De esa etapa, he de reconocer me llena conocer y explorar en todos los sentidos, así que de vez en cuando busco caminos imposibles y si, he recuperado el pie-culo-culo-pie con el que bajábamos los acantilados —con el plus de que ahora 5 minutos de bajada rinde a unas 2 clases de spinning— y cuando llegas abajo hiperventilando uno piensa:
«queee sitio más chuuuulo, queee guaaaapo, buaaatxabaaal, gaupendeguapeeeeenn. Ya, ¿y a quién se lo cuento?, qué puta mierda ¿no?, podría estar con una Diosa en la cama en la página 55 del Kamasutra, pero no, estoy en esta cala de piedras, delante de esta roca tótem de casi 5 metros de altura, imponente, sideral —aquí debieron elevar las valkirias al último vikingo de los mares—, puesta de sol espectacular.
Pero no quiero subirlo al puto instagram.
Quiero compartirlo.
De verdad.
En carne y roca.
Como a los niños que fuimos, nos gusta jugar, y la soledad nos genera sensación de abandono. El niño juega y no ve el miedo. Al adulto le gusta entrar cruzado en las curvas con la música a tope, le divierte —y como al niño, le importa 33 lo que piensen—. Otros conducen un barco y disfrutan del mar, del sol y de la brisa marina. Algunos hasta hemos recuperado las guerras de cosquillas en casa.
El niño no se ancla en el pasado, no se adhiere a mensajes, no lo necesita, siempre quiere avanzar y ser mayor, seguir descubriendo, aprehender y ser feliz.
Y es verdad, el niño también tiene derecho a la pataleta, pero son listos, lo pasan rápido, porque quieren volver a jugar.