Me acuerdo mucho de mi tío Fernando. Era un crack. El clásico golfo. Más bien diésel. De 3 hermanos, no era ni el guapo, ni el más brillante, pero sí el más jeta. Nunca me olvidaré de Zuri, su perro de caza y eterno acompañante, tampoco que una vez para cruzarlo con una perra recurrieron a una furgoneta blanca. Desde entonces cada vez que el chucho veía una furgoneta blanca salía espitado detrás de ella.
A nosotros, como especie animal que somos, creo identificamos también —igual que Zuri— señales de apareamiento allí donde no las hay. En mi pueblo —putada— escasean las furgonetas (es un poco pijo), así que las pocas que hay las podemos ubicar en unas 3-4 fechas señaladas: la más cercana paellas de Aixerrota, ahí si. El pueblo se peta. Mi tío sin embargo, conocedor de estos peajes temporales, librepensador, canalla y polinizador nato evolucionó la especie, sabía que allá donde hubiera fiesta habría furgonetas y no se atuvo a su Portugalete natal, se fue a diseminar su RH por el mundo, en probable dura pugna con Julio y Juancar. Claro, con esta pandemia el pobre hubiera fallecido —no Covid sino desamor—.
La realidad es que la vida es una acera donde a veces, resignados, nos pasamos el tiempo esperando a la siguiente furgoneta. A mí no me gusta esperar, como mi tío soy de los que salen a buscar, ni me gusta el término furgoneta. Es una metáfora divertida pero vulgar. Me gustan los libros. Son más complejos. Me gusta comenzar a leerlos y terminar de escribirlos juntos.
Últimamente echo en falta lectura, me encuentro libros cerrados, con miedo de abrirse, algunos con capítulos que tienen pánico a ser leídos, otros por miedo a que alguien pueda reescribirlos, seguramente muchos porque aborrecen la incertidumbre que depara una escritura que no gobiernan, algunos porque prejuzgan el contenido por las tapas del mismo, o por la crítica literaria de radio patio, un montón de páginas en blanco desaprovechadas. Las páginas se van escribiendo, pasan, y cada vez quedan menos historias bonitas por contar.
Que se abran todos los libros, sin miedo, busquemos nuestra obra maestra, pocos autores la escribieron a la primera. Lo que está claro es que ningún Nobel se quedó en blanco, ninguno cerrado, ni fruto de una sola experiencia.
Y entre tanto siempre nos quedará: la efímera furgoneta.