25-VI-2022
Hoy siento una herida, una lacerante, ácida y corrosiva hendidura abre mi espalda, a la que intento llegar pero no alcanzo, supura dolor, tumefacta el pensamiento, lo expande y amplifica, desplaza cualquiera otro, anula corazón, alma y mente.
No sé en qué momento se terminó, no recuerdo ni por qué, qué más da, dolor por ambos bandos y costados, pero había que dejarlo y alguien tenía que tomar la decisión, rompe y rasga, mira hacia delante y no pares, no mires hacia atrás, mirar atrás duele, quizás tú no lo sabes, pero ya no hay vuelta atrás, pones distancia y escuchas llanto a tu espalda, no vuelvas la mirada, del llanto al sollozo, del sollozo al grito desgarrado y cuando el llanto, el sollozo y el grito se atenúan y comienzas a respirar de nuevo, cuando la culpabiliad se diluye, cuando el aire fresco vuelve a inundar tus pulmones, cuando la ilusión se apodera de ti, de nuevo escuchas a lo lejos allá a tus espaldas, allá en los confines del espacio un eco, una palabra que, aunque leve, como los graves, como las ondas de una supernova atraviesan el espacio, como el espectro invisible, pero éste sí, oscuro y armado de guadaña te alcanza y te marca, te rasga la espalda, te abre una herida, una vía de agua en tu casco de acero, una falla de la que brota ahora lava al rojo vivo: «eres un ladrón y le has robado».
Y el aire se enciende, quema tus pulmones, el infierno se aparece y se te funden las alas. No entiendes nada, no has robado nada, pero te acaban de tatuar, tu herida te delata peor que a un preso, porque no hay condena oficial, no; sales a la calle porque tienes que salir y escuchas el murmullo, miras al suelo porque levantar la cabeza duele, duelen las miradas, duelen las actitudes, la gente se retira, las mujeres llevan la mano al bolso y los hombres al bolsillo. Y cuando no lo hacen, lo haces tú por ellos, sientes que lo piensan y actúas en consecuencia, no entras en su vida, que nadie pueda acusarte de nuevo. Cuando no lo hacen y te abres, decides de nuevo caminar hacia delante, de nuevo el eco rebota en algún confín de éste, al fin y al cabo finito universo, y vuelves a tu prisión, preso de soledad, preso de una mentira, preso del ajeno rencor, preso sin juicio, preso de prejuicios, nadie pregunta, ya te han condenado.
No eres libre, no eres tú, cada nuevo paso que das lo analizas, lo sometes a juicio, nada de lo hagas dimane el hurto, no hay espacio para otros pensamientos, vives agotado. Es curioso, no conozco ladrón que se avergüence de su condición, que sufra porque le tilden de ello, quizás justifique sus actos, lo hacía por justicia... o porque se lo merecía. No ha lugar a confusión, en su universo el robo está justificado.
Sin embargo, qué fácil y gratuito es confundir el dolor con el daño y el daño con la agresión, cómo se ha banalizado el término, qué fácil es deslizar esta palabra, qué fácil es consentirla, qué inconsciente es hacerse eco de ella, qué fácil es pagar los platos que otro ha roto.
Quizás en algo tengan razón, sí, cometí delito, y en efecto, soy culpable, culpable de robar sin duda: culpable de robarte el corazón